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El Maracaná de Núñez

El descuido del estadio Monumental, responsabilidad de River y de la AFA, lo pone en una situación incómoda respecto de otros estadios más modernos que recibirán a la Selección de ahora en más.

Por Martín Mazur ·

07 de junio de 2012
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En los últimos años conocí a varios colegas extranjeros que soñaban con ver un partido en el Monumental, estadio que conocían sólo por televisión y del que guardaban un recuerdo muy especial desde el Mundial 78.

Muchos de ellos por entonces tenían entre 8 y 15 años, la edad en la que el fútbol se transforma en el primer amor. Una Copa del Mundo a esa edad queda marcada a fuego en la memoria y también en los recuerdos.

A aquellas imágenes de la cancha repleta de gente y tapizada de papelitos blancos, se sumaba el lógico peso de los años y la posibilidad de entrar en la máquina del tiempo para viajar a ese pasado que se fue.

Varios de esos periodistas amigos se dieron el lujo de volver al Monumental para la final de la Copa América de 2011. Lo miraban, maravillados. Era lógico: estaban viendo jugadas de otras épocas. Pero un periodista cualquiera que llegue al Monumental sin ese bagaje emocional del 78, difícilmente sienta lo mismo.

El problema, cada vez más evidente, es que ir al Monumental implica literalmente viajar al pasado. Se comprobó una vez más la semana pasada, en el Argentina-Ecuador de las Eliminatorias.

La cancha que remite a cracks de otros tiempos hoy está sometida a un abandono y una dejadez que grafican mucho mejor el momento de River que el de la Selección.

Durante el partido de Argentina, en el Monumental no anda el wifi. Tampoco funcionan los celulares. No hay buena cobertura de red, o las redes se sobrepasan como no pasa en otro estadio. Los minipupitres se bambolean. No hay enchufes. Dependiendo la fila que toque, tampoco hay modo de salir, porque los pasillos verticales ahora también tienen butacas.

La mano de pintura que le dio la depredadora conducción de Aguilar, a cambio de porcentajes de juveniles, ya no brilla. El tablero electrónico está apagado. Los himnos que pasan por los altoparlantes son fragmentos de mala fidelidad. La sala de prensa tiene tres viejas computadoras. Un rato antes del partido, en dos de las tres ni siquiera funcionaba internet.

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El sistema de riego que se activa minutos antes del partido también es la imagen de lo obsoleto: un gigantesco y peligroso chorro intenta llegar a todas las zonas del campo, sólo que el pico no resiste la presión y se desprende de la boca. Golpea a un bombero, que termina derivado al hospital. También moja a los arqueros argentinos y a una cámara de televisión que no tenía previsto el escenario de tormenta (im)perfecta. Sí, en cambio, estaban atentos los fotógrafos, que en el partido anterior ya habían sufrido el ataque de sus equipos por parte del chorro impensado. La iluminación también es deficitaria: algunos focos están apagados.

Varios de los fotógrafos extranjeros que llegaron a ver a Messi tuvieron que irse antes del final del partido en busca de un bar: querían transmitir sus fotos, pero en el campo tampoco funcionaban los dispositivos de internet móvil. La única conectividad que tiene el estadio es con el pasado. Recorrer el anillo rumbo a la salida es ver caños viejos que chorrean. Chorros por aquí, chorros por allá. Es un término que sigue apareciendo a la hora de hablar del deterioro del Monumental.

Por suerte no hubo un recital en la semana, caso contrario el campo habría sido un pisadero. A la cancha de River se la pisotea en cada show musical, pero también desde los escritorios, desde donde se permitió que llegue a este estado de abandono.

La suma de voluntades individuales de la gente que trabaja allí jamás podría compensar la sensación de estar a la deriva entre la inacción y el descuido.

A la hora de pensar en el Monumental, tanto la AFA -en estos 34 años de localía allí- como River demostraron no estar a la altura de sus presupuestos ni de su historia. El resultado está a la vista. El de River hoy tendría que ser uno de los buques insignia de los estadios de Sudamérica, en vez de una postal ajada de aquella cancha que fue. El año pasado, el Gobierno de la Ciudad inhabilitó una tribuna porque los planos estaban desactualizados. Existen también versiones sobre un deterioro estructural en las tribunas, algo cansadas ya de sostener a “el que no salta es un inglés”.

A la cancha que completó la herradura con la venta de Sívori se le podrían haber hecho cientos de arreglos si se hubiera destinado un 10 por ciento de cada transferencia millonaria de algún jugador de River al exterior, y si se hubiera aportado otro tanto por las recaudaciones de los partidos de la AFA. Así como Sívori simboliza a una tribuna, hoy Saviola podría simbolizar a un techo, Demichelis a una tribuna baja de butacas que lleguen al ras del piso, Higuain al primer estadio en Sudamérica con conectividad total a Internet, y así podríamos seguir sin parar.

La salida de la Selección rumbo a otras plazas, decisión muy celebrable desde el punto de vista de acercar al equipo a todo el país y no circunscribirlo sólo a Buenos Aires, también conlleva un mensaje: la necesaria modernización a la que tiene que someterse la cancha de River para mantener los estándares de calidad que ya demostraron tener Córdoba o Mendoza en la Copa América.

El Monumental tiene algo del Maracaná. Es historia pura. Estaría bueno que se trabaje para que también sea presente y futuro.