Las Crónicas de El Gráfico

Disparador: Dosis de exitoína

Falcioni consiguió un récord que difícilmente sea reconocido por el Libro de los Guinness: puso en peligro su cargo de DT de Boca siendo campeón vigente y con más de 30 partidos invicto. Pero antes de barnizarse de paranoia había mostrado otro perfil más preocupante.

Por Elías Perugino ·

12 de abril de 2012
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SONRIENTE Y ENVASADO en un traje flamante, listo para pronunciar las palabras políticamente correctas que había repensado la noche anterior, recorrió el sinuoso trayecto hasta la sala de conferencias convencido de que, al fin, desembarcaba en su lugar en el mundo. “Falcioni es un técnico para Boca”, pontificaba el ambiente futbolero, sopesando la expresión utilitaria de los equipos que había dirigido y la presunción de un perfil personal emparentado al de Carlos Bianchi, el entrenador más exitoso de la historia del club. “Claro que Falcioni es un técnico para Boca”, creía el propio Julio César Falcioni, por entonces un declarante sobrio, tibio y amigable.

Boca arrastraba dos largos años de penurias, sazonados con el pone y saca de técnicos y jugadores, sin contar el endemoniado licuado de esa identidad futbolera que lo había distinguido a nivel mundial durante la primera década del milenio. Tenía todo para ganar, Falcioni. Su punto de partida era la devastación. No cabía otra que evolucionar, resurgir. Le trajeron los jugadores que pidió, pero así y todo le costó. Con Riquelme en boxes, arrancó el verano a pura eficacia con la solidez de su esquema preferido, el pétreo 4-4-2. Ya con Román en rodaje y el 4-3-1-2 ensayado a regañadientes, Olimpo le dio la bienvenida al Clausura 2011 con un mazazo devastador: 1-4 en la Bombonera. Urgido pero siempre sereno de la boca para afuera, cambió decenas de nombres, utilizó cuatro sistemas, le rindió pleitesía a Palermo y su profesionalidad en lo que sería su último torneo activo, miró de reojo al Román que hizo correr “como un boludo" [1]  antes del partido con All Boys y recién logró estabilizar la nave a mitad de competencia, cuando los puntos perdidos ya eran demasiados y lo único que le quedaba era soñar con una clasificación a la Sudamericana, migaja que tampoco arañó.

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Con la frustración amplificada y el Apertura 2011 como última bala para soñar con la reelección, el presidente Jorge Ameal le concedió la pretemporada en Curitiba y lo blindó con dos incorporaciones más [2]. Retirada esa leyenda llamada Palermo, se disolvió la interna feroz que dividía al vestuario y Falcioni accedió, tras una charla con el grupo, a sostener contra viento, marea y sus propias convicciones el esquema 4-3-1-2, bandera inequívoca del imperio Riquelme, desde entonces su inevitable referente y capitán, previo pacto tácito de no agresión por cuestión de conveniencia. Román jugó a pleno la primera mitad del certamen y la gesta terminó en gloria para todos, excepto para el desdichado e inocuo Ameal, que no pudo retener la presidencia [3] pese a que el equipo fue un campeón récord: invicto, con 12 puntos de ventaja y apenas 6 goles en contra.

Puesto en funciones, el electo Daniel Angelici obró como correspondía: mantuvo al entrenador con contrato vigente y ni se le cruzó la tempestuosa idea de discontinuar a Riquelme, ese “líder negativo" [4]” por el que había abandonado su cargo de tesorero en la administración anterior. El que cambió de máscara fue Falcioni. Energizado por el éxito, acaso envalentonado por haberse asegurado un registro inamovible en la historia, mostró uñas y dientes que no se le advirtieron cuando pisaba sobre arenas movedizas.

Desde que fue campeón –y no antes–, se animó a retrucar algunas críticas con métodos cavernarios. Sacó chapa, peló sonrisa. Llegó al colmo de increpar groseramente a un periodista en un aeropuerto y hasta pareció disfrutar de un ejercicio discriminatorio [5] contra un integrante de su equipo periodístico.

Desde que fue campeón –y no antes-, repelió balas dialécticas que previamente le resbalaban y chicaneó sin anestesia a rivales varios, pero especialmente a River. “Si quieren brillo, pásenle Blem [6]”, desafió a quienes pretendían un Boca con más vuelo técnico, acorde con las individualidades que posee. “Al campeón se lo valora y se lo respeta”, embistió para reafirmar su postura. “A mí no me expulsan un jugador a los 20 minutos”, sentenció para matar dos pájaros de un tiro: el leche hervida del Chori Domínguez y el transparente de Matías Almeyda. “Con River volveremos a jugar en 8 u 11 meses”, tribuneó luego de ganar el segundo superclásico de verano, pisoteando la cabeza de un rival caído e ignorando que el destino los puede poner cara a cara el 25 de mayo, en la final de la Copa Argentina. “Son partidos de verano, ahora cada uno vuelve a su categoría”, hundió el dedo en la llaga.

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Mientras cacareaba hacia fuera y parecía manejar con los ojos vendados el joystick de la vida, el frente interno se le derretía por obra de su propia paranoia. Sorpresa para todos, menos para quienes siguen el día a día del plantel y escuchan los “micrófonos que hay en las paredes del vestuario”, como graficó Ricardo La Volpe a las filtraciones mediáticas durante su tumultuosa gestión. Desde un principio, Riquelme no le resultó confiable ni simpático a Falcioni. El porcentaje de realidad y de prejuicio sólo lo sabe él. Pero nunca le cerró. Y los fantasmas no se le despejaron aunque en sus manos tuviera un plantel de jugadores experimentados, que venían de ser capitanes y campeones en otros clubes, muy conscientes de la carta que se jugaban y potenciales diques si a Riquelme o a cualquiera se le diera por transitar el callejón de una conspiración. Vale remarcarlo: mientras tuvo salud para estar en cancha, que es donde se escribe la historia, Román no dio motivos para ser incriminado. Todo lo contrario, vitaminizó al equipo y ayudó a instalarlo en un escalón de serenidad para el entrenador, que ni siendo campeón pudo cosechar entre los hinchas la simpatía y la calidez que se llevó en la valija Claudio Borghi, líder de un Boca disparatado e insignificante [7].

Que Barinas, Zamora y Cvitanich sean las coordenadas de su Waterloo [8] es un símbolo de su persecuta. En una ciudad apacible para un debut copero, ante un rival menor y por enjuiciar livianamente a uno de sus jugadores preferidos, quedó en offside con el grupo, obligó a un esfuerzo supremo de Angelici para unir los cristales de una copa que ya no será la misma y debió pedir disculpas ante un plantel que ahora lo mira con los mismos ojos con que él observaba a Riquelme.

Como inspirado por Nerón, este Emperador también incendió su aldea. Ahora anda enredado en su laberinto y no puede mirar más allá de la punta de sus pies. Triste realidad: cuando la exitoína se sube a la cabeza, las personas muestran otra cara. O les aflora la verdadera.

Por Elías Perugino


TEXTOS AL PIE

1- Para dejar constancia de que él siempre le hace caso al DT, Román recordó su sumisión cuando JCF lo hizo entrenarse y luego no lo puso.

2- Antes del Apertura llegaron dos jugadores clave para el título: el Flaco Schiavi y Darío Cvitanich.

3- Angelici obtuvo el 55% de los votos, contra el 45% de Ameal, en una elección que congregó a 24.525 socios, récord para clubes del fútbol argentino.

4-  Así definió Angelici a Riquelme a mediados de 2011, antes de ser presidente y luego de renunciar como tesorero, porque no consideraba oportuno hacerle un contrato por cuatro años y en dólares.

5-  El DT de Boca le reprochó las críticas a Mariano Closs en un hall de Aeroparque. Y antes de una rueda de prensa aclaró que no hablaba para las FM, a propósito del cambio de emisora del relator, hoy en Rock & Pop.

6- Afamado producto utilizado para lustrar muebles y pisos de madera. Brillo asegurado.

7- El Bichi se fue de Boca luego de cosechar 17 puntos sobre 51 posibles. Las traslaciones de ataque a defensa y de defensa a ataque hacían acordar a una montaña rusa.

8- La batalla perdida por el ejército de Napoleón en 1815 suele utilizarse para graficar el fracaso de quien alguna vez, tuvo el éxito en la palma de la mano.

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