Anónimos reconocidos

Anónimo Reconocido: Ramón Cerdán

Ramón Cerdán es jurado de boxeo y tiene en su haber varias peleas de campeonato mundial, pero pocos saben de sus tiempos de actor en sainetes criollos. Y mucho menos de su vida que, todavía hoy, tiene un misterio que jamás podrá resolver.

Por Redacción EG ·

21 de diciembre de 2011







Nota publicada en la edición noviembre 2011 de la Revista El Gráfico

Imagen LUNA PARK, el sueño de todos. Cerdám confiesa que en su debut, temblaba como una hoja.
LUNA PARK, el sueño de todos. Cerdám confiesa que en su debut, temblaba como una hoja.
En una esquina de pueblo, rodeado de instrumentos de viento, un chico se planta y grita: “El sábado a las 21.30 pondremos en escena la famosa obra Mate Cosido, que así comienza...

Perdón mi Rosa perdón
yo no supe vivir sin ti
y aquel dolor que sentí el día de tu partida
ha transformado mi vida.
Han muerto mis ilusiones,
de mí todos se mofaron,
hasta el nombre me borraron.
Vengo sin rumbo,
sin luz.
Una cárcel fue mi tumba
Y un revólver fue mi cruz...

¡Mate Cosido, la historia del bandolero! Los esperamos a todos, precios populares, muchos artistas en escena para la historia del bandolero sin nombre, Mate Cosido...!”.
Por las venas del chico, en aquellos comienzos de los años 50, corría la roja y curiosa sangre del circo. Había nacido el 5 de enero de 1950 en Presidencia de la Plaza, una localidad del Chaco cercana a Presidencia Roque Sáenz Peña. Era, aquel, un circo especial: era el circo criollo; la primera parte consistía en lo tradicional –magos, payasos, equilibristas, pero siempre sin animales- y en la segunda parte, llamada Fin de Fiesta, se representaba una obra de teatro. Teatro popular, se entiende, teatro con personajes gauchescos: bandidos por obligación, venganzas, forasteros fantasmales, lobisones, aparecidos... Lo que le pasó a Reynoso... Juan Moreyra...

Ramón Cerdán, por lo que le contó su madre, doña Leonor Miranda Delgado, le pidió a quien era su padre, Pascual Cerdán, que dejara el circo de los hermanos Medina. Los hermanos de Leonor no querían que ella se casara con un cirquero, así que le regalaron al hombre una confitería para que él dejara esa vida. Pero terminó fundiendo el negocio, porque cada vez que aparecía un circo, él se iba por allí y terminaba invitando a toda la troupe. Y algunos terminaban durmiendo en las mesas de billar... Finalmente, Pascual y su flamante esposa pasaron a formar parte de un circo. Al poco tiempo, Ramón , Juan Carlos -su hermano- y la madre se quedaron solos. Pascual los abandonó. Obligada por las circunstancias, ella siguió trabajando en el circo de los Hermanos Medina. Aprendió a la fuerza a ser cocinera y actriz de carácter. A la noche actuaba y durante el día cocinaba para el capataz, los operarios, los artistas solos...

Ramón ya tenía 17 años y, estando en Paraná, recibió una noticia de su abuelo de crianza, don Juan de Dios Medina, uno de los dueños del circo y el único abuelo que conoció: “Su padre lo quiere ver”. Ramón dijo que no. Y nunca más volvió a tener otra oportunidad de verlo. Pascual murió en el 75...

El circo criollo nació con los hermanos Podestá, que primero escenificaban a Juan Moreyra, un folletín escrito por Ricardo Gutiérrez, pero sin palabras, hasta que un día, los dotaron de diálogos y lo convirtieron en una obra de teatro...

Ramón debutó como actor en Mate Cosido, y siempre le tiró más el teatro que el circo. En el de los Hermanos Medina trabajaban unas treinta personas: además estaban las carpas, tres camiones: uno de ellos, un Studebaker de 8 cilindros en línea, arrancaba a manija. Recorrían Formosa, Chaco, Tucumán, Salta, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos... Aparecieron en dos películas: “Mansedumbre” y “El diablo de las vidalas”. Los que eran payasos en la primera parte –por ejemplo- podían ser luego los actores en la segunda, en el Fin de Fiesta. Los Hermanos Medina eran seis en total (todos casados, sumaban 12), y también se contrataban parejas de actores, sin contar que los niños –Ramón incluido- también actuaban, más los “zanahorias”, que eran los que, con chaquetillas naranja, armaban y desarmaban los elementos entre número y número: trapecios, alambres... alguna vez, en ese circo, llegó a cantar una joven tucumana que, años más tarde, se convertiría en Mercedes Sosa...

Imagen CHACHO Cerdán, como lo conocen todos, al borde del ring.
CHACHO Cerdán, como lo conocen todos, al borde del ring.
Ramón, en su vida, siempre tuvo presente el boxeo, porque le contaban que a su padre le encantaba. Su apellido, Cerdán, es el mismo del famoso campeón mundial de peso mediano que fue el último amor de Edith Piaf.

En el circo era normal que hubiera un par de guantes, porque nunca faltaba un boxeador que desafiara a alguien del público. Y al padre de Cerdán, una vez, el desafío le había costado caro, porque le dieron una gran paliza. Pero esas son historias que fue recibiendo a través de testimonios familiares, ya que a su padre nunca lo conoció...

Una vez, siendo chico, escuchó hablar de Pascual Pérez, que le había ganado a Yoshio Shirai, el campeonato mundial. Y él jugaba a que era Pascual Pérez. Y un día en Río Chico, Tucumán, se peleó con un compañero. A la salida del colegio les pusieron los guantes. Y eso alteró su vida, porque le encantaron esos guantes y las monedas que recibió. El boxeo siguió para él a través de la radio. Escuchaba a Eduardo Lausse y Damián Cané en sus transmisiones de los sábados por radio El Mundo, desde el Luna Park, con una Zenith Siete Mares cuando las luces del circo ya se habían apagado, a la luz de una vela...

Finalmente, cuando andaba por los 18 años, se vinieron a Buenos Aires con su madre. Quería ser locutor, pero no pudo terminar el secundario e hizo de todo para sobrevivir: vivían en un conventillo –Cochabamba 1932- y tuvo tres trabajos para ganarse unos pesos. Cuando podía, iba con su madre al Luna; y un día descubrió, en un partido de fútbol en la calle Pepirí, cerca de Huracán, a Francisco Coco Núñez, famoso exboxeador que dirigía un gimnasio. Se hicieron amigos. Empezó a entrenarse tres veces por semana. Tanto que, comenzó a realizar exhibiciones. “En realidad, eran peleas, peleas en serio”, recuerda hoy. “Un día me di cuenta de que me iban a cagar a trompadas, yo pesaba 68 kilos y me medía con tipos más grandotes. En total habré hecho seis, siete peleas”.

Pero una noche... en el ring side del Luna Park... viendo un campeonato Panamericano amateur... se enteró a través de un vecino de butaca, Pastorino, de que había un curso de árbitros y jurados en la Federación Argentina de Box. Y se anotó. Y aprobó. Y así, aunque comenzó con ambas carreras –árbitro y jurado-, finalmente optó por la segunda. Su primera pelea importante fue por el título sudamericano de los cruceros en Paraná, entre Héctor Zamaro y Pedro Rohr, en 1985, porque allí viajó con quien era una figura ya legendaria para él: Oscar Seleme, histórico jurado de boxeo.

Para alguien que soñaba con ver una pelea en el ring side del Luna Park, cuando le tocó ser jurado de un combate en ese estadio, admite: “Temblaba como una hoja, no podía creerlo, cerraba los ojos y sentía que era como tocar el cielo con las manos. Lo mismo me pasó la noche que trabajé en una pelea en el Palacio Peñarol de Montevideo; yo, de chico escuchaba las peleas desde esos lugares y jamás pensé que fuera a llegar...”.

Imagen ESTUDIANDO. Ramón con las piernas cruzadas y un saco beige, recibiendo clases de un grande, José González.
ESTUDIANDO. Ramón con las piernas cruzadas y un saco beige, recibiendo clases de un grande, José González.
El boxeo le ha dejado recuerdos buenos, regulares, malos y divertidos, como la vida misma. La muerte del árbitro Juan Maio, gran amigo suyo, aún le duele. De la misma manera, viene a su memoria aquella noche en el Chaco, una pelea en Sáenz Peña, donde Roberto Schonning, que era local, se enfrentó al cordobés Sergio Rafael Liendo. La pelea fue horrorosa y enredada, y los jurados le dieron ganador al visitante. “Todavía me acuerdo de que salimos custodiados por la policía, justo yo había arreglado para ir a cenar con unos amigos; encima, como soy chaqueño, y le di perdedor al chaqueño, peor todavía. Por supuesto, no pude ir a comer con los amigos ni con nadie, hubo que rajar de ahí lo más rápido posible”.

Otra vez, en una pelea entre Néstor Paniagua y Damián Marchiano, le dio ganador a Paniagua, por un punto, pero el ganador fue Marchiano no solo para los otros dos jurados, sino también para todo el público. Sintió una gran vergüenza cuando escuchó que todo el estadio lo silbaba (para colmo, la pelea fue en San Nicolás, donde nació Marchiano): “Me quería morir”, cuenta. “Pero yo vi la pelea así, ¿qué iba a hacer?”.

Esta casado con Mercedes Leloutre y tienen un hijo, Javier Cerdán (32), preparador físico en River. Javier, en su primer matrimonio con Silvana, le dio un nieto, Nehuén (5); y luego, con Nadia, su segunda pareja, fue padre de Nahiara, su nieta de un año. Hace quince que trabaja en la Agencia Marítima Multimar. Sin embargo, sus compañeros de trabajo no sabían que era jurado de boxeo, hasta que lo vieron en una pelea de campeonato mundial. Fue jurado de peleas de campeonato mundial como queda dicho: dos de Omar Narváez, ante el mexicano Zaleta y el argentino Luis Lazarte; también de una defensa de La Tigresa Acuña en Formosa; y dos peleas fueron en el Luna Park: cuando Narváez expuso ante Briceño y cuando el argentino Víctor Ramírez le ganó a Alí Ismailov, reteniendo su corona mundial medio pesado OMB. Ha trabajado, obviamente, en muchas otras, una de Erica La Pantera Farías.

Cuenta que algunas de las claves para ser jurado de una pelea es estar muy concentrado, fallar round por round, independientemente, sin llevar las cuentas subtotales para no caer en errores, atenerse a estar expuesto a la crítica, no hacerse amigo de los boxeadores o promotores. En el 2010 fue elegido como el mejor jurado de la temporada por los muchachos de UPERBOX (Unión de Periodistas de Boxeo de la República Argentina) y confiesa que ese ha sido uno de sus grandes halagos.

Este hombre que de chico fue actor, que de grande es jurado de boxeo, tiene todavía hoy, una herida profunda. Y su voz se quiebra cuando, recordando a través de los relatos de otros, a quien fuera su padre, todavía no se explica cómo no pudo conocerlo, cómo no pudo sentir una caricia, cómo no pudo decirle “papá”. Hace un tiempo, buscando incansablemente por teléfono, halló a César Luis Cerdán, medio hermano suyo, quien le contó algunas cosas del padre. Y este hombre siente que se quiebra como un personaje de aquellos que, en el Teatro Criollo, trataban de encontrarle una explicación a la vida.

“Jamás sabré por qué mi padre nunca quiso verme, jamás sabré por qué...”, dice. Y los ojos, una vez más, se le nublan de emoción.


Por Carlos Irusta / Foto: Hernán Pepe