Anónimos reconocidos

Un vagón de recuerdos

Francisco Cavi nació en Corrientes, se crió en un vagón de carga y casi sin darse cuenta, se convirtió en el utilero de Español. Aquí está la historia de quien lleva más de veinte años cargando sueños e ilusiones.

Por Redacción EG ·

09 de agosto de 2011
Nota publicada en la edición julio 2011 de la Revista El Gráfico

Imagen FRANCISCO CAVI carga con más de 20 años de sueños. Sin darse cuenta, se transformó en el utilero de Español.
FRANCISCO CAVI carga con más de 20 años de sueños. Sin darse cuenta, se transformó en el utilero de Español.
LA VIDA ES UN VIAJE, dicen los filósofos de café, cuando el sol se pone sobre Buenos Aires. Y agregan algunos, románticos incurables: “Y a veces, el tren pasa por delante nuestro y no nos damos cuenta”. Misterios de la vida que son insondables. No faltan quienes dicen, mientras se despachan una ginebra desastrosa en alguna madrugada que solamente puede ser porteña, que no se puede contra el Destino, porque es él quien nos elige y no nosotros a él.

Y, si no, habría que preguntarle a Francisco, que nació en Monte Caseros, en la provincia de Corrientes, un 15 de octubre de 1962, y que cuando dio sus primeros berridos, jamás ninguno de los que lo rodeaban podría haber imaginado cómo iba a continuar su historia.

Francisco fue uno de los cinco hijos que trajeron al mundo don Ramón Horacio y Juana Vianeli. Ellos vivían tranquilos en Monte Caseros, pero el destino se empeñó en moverlos ya que, después de todo, don Ramón era empleado del Ferrocarril Urquiza. Así que un día le vino el traslado y la familia apareció en Villa Lynch, en la provincia de Buenos Aires. No es todo: la familia se instaló en un vagón. Sí, en un vagón de carga, detenido a un costado, en una vía, como esos viejos barcos del Riachuelo que jamás iban a zarpar. Don Ramón trabajaba de Jefe de Almacenes del Ferrocarril.

Y, así como en la estación tenían todas las comodidades –o sea el baño con agua caliente, los sanitarios, todo– era en el vagón –un vagón gris, de listones de madera- en donde vivían; allí estuvieron dos o tres años y por entonces Francisco, el protagonista de nuestra historia, ya andaba por los cuatro años. Recuerda poco de aquellos tiempos, aunque sí sabe que dentro de ese vagón, al que alguna vez volvió a ver, encontró la felicidad de una familia humilde, pero unida. El vagón estaba dentro del club F. C. Urquiza, que alguna vez militó en la primera C. Y el papá de Francisco, como era un tipo que se daba maña para todo, también ayudaba en el club, cortando el pasto y pintando la cancha, sin saber que, en esos movimientos, estaba marcando a fuego el destino de su hijo, Francisco, el protagonista de esta historia.

HUBO QUE desalojar el vagón, después de todo, porque se vino a vivir la hermana de don Ramón, así que la familia se fue a una pensión del barrio de Palermo; y a partir de allí comenzó un peregrinaje, movilizado por el trabajo del padre de la familia. De traslado en traslado gracias al Ferrocarril, Francisco –Francisco Cavi, por si hemos omitido el nombre y apellido completos de nuestro hombre- contabiliza un montón de paraderos diferentes.

En Palermo vivió hasta los 9 años, o sea alrededor de 1970; luego, la familia se mudó a una prefabricada que compró el padre en José C. Paz, donde vivieron unos dos años, digamos hasta que Francisco cumplió los 11, en 1972; hubo un paso por San Miguel, en el barrio de Santa Brígida, hasta que cumplió los 13 años y luego pasaron por Derqui, donde ¡por fin!, Francisco, que ya andaba por los 16 años, pudo terminar la escuela primaria.

Es que, con tantas idas y venidas, mudanzas, domicilios diferentes y cambios de trabajo del padre, los chicos se criaron sin barrio, sin amigos estables y prácticamente sin una escuela común. Si la vida es un viaje, Francisco podría agregar que también es una mudanza, porque apenas se establecían en un lugar y empezaban a echar raíces cuando tenían que mudarse de nuevo. Así los hermanos se acostumbraron a eso. Francisco nació en Corrientes, Raúl en la Ciudad de Buenos Aires, Marcelo en Corrientes y los dos más jóvenes, Alejandra y Ramón, también nacieron en Buenos Aires.
Solamente pudo tener algunos amigos cuando vivió en Derqui, época en la que se salvó del servicio militar porque tuvo el número 269 –o sea, número bajo-, pero que le valió también no ir a la Guerra de Malvinas. Algunos compañeros del barrio, recuerda ahora Francisco, nunca más regresaron...

Finalmente, llegaron a recalar en Francisco Alvarez, una especie de barrio que se encuentra en Moreno, en la provincia de Buenos Aires. Fue por ese entonces, año más, año menos, cuando el jefe de la familia quedó cesante; comenzó a trabajar en la construcción y allá por 1981, un día se apareció por el club Deportivo Español. Nunca le preguntó Francisco a su padre cómo y por qué fue a parar al club; aparentemente, fue una cuestión de buscar trabajo e ir ofreciéndose. Sea como sea, el hombre consiguió el puesto en maestranza, para hacer la limpieza. Unos meses después, su hijo comenzó a ayudarlo. Por ese entonces, el pibe ya había trabajado como parrillero en el Hipódromo de Trote de Hurlingham, tras haber largado el segundo año Comercial (no eran los libros, especialmente, su material más apetecido). Fue su padre quien lo llevó como ayudante de lavacopas. Y fue su padre quien lo indujo a ser su ayudante en el Deportivo Español, sin saber ambos que ese viaje lleno de cambios, y de búsquedas, había terminado, porque nunca más se irían de allí, por los años de los años...

EN REALIDAD, aunque ayudaba a su padre, quien pasó a ser el canchero del club, Francisco estuvo durante unos meses, luego se fue, volvió a irse (ya estamos hablando del año 86, aproximadamente) y al final, en marzo de 1991, regresó y se quedó hasta ahora. Lo convocó Adelino Castro, que era el capataz. Francisco estuvo un año y medio, más o menos, trabajando de canchero. Luego, lo pasaron como utilero a las Inferiores y finalmente el gerente de esos tiempos, Clide Díaz, que hoy se encuentra en Banfield, lo llamó. “Pasás de utilero a la Primera División, así que tenés que viajar a Chile para la pretemporada”. A Francisco la noticia le cayó como un balde de agua fría, porque era viernes y el domingo tenía que irse durante 14 días –estuvieron, finalmente, diez días en Viña del Mar y cuatro en Santiago-, y sobre todo, porque eso le cambió la vida. Todo empezó con un viaje (¡Una vez más!) pero en este caso para quedarse. Estaba terminando 1995. Francisco llevaba ya un par de años de casado con Noemía Gracida Trasande. No han tenido hijos. Ella lo ayuda con sus tareas domésticas y su comprensión.

Este hombre, que confiesa admirado que lo que hace no es trabajar, porque es parte de un placer cotidiano, se levanta todos los días a las 5.40 de la mañana. Con una precisión digna de un hijo de ferroviario, consigna en su libreta mental que a las 6.30 toma el colectivo a Moreno. Que a las 6.52 sube al tren rápido de Moreno rumbo a Flores, adonde llega a las 7.40. De allí, se sube al colectivo 86 y a las 8.15, religiosamente, llega al club para tomarse, ante todo, unos buenos mates. Es que el día anterior, y antes de irse a su casa, ya dejó ordenado prolija y mecánicamente todo su material de trabajo, de tal suerte que, cuando el primer jugador llegue entre las 9 y las 9.30 de la mañana, todo lo que Francisco tiene que hacer es ofrecerle un cimarrón y una sonrisa. Sí, tiene razón, esto no es trabajar.

LE PAGAN 3.500 pesos por mes y él sabe que no es mucho. Es cierto, no tiene hijos, la casa es suya (su papá falleció hace diez años y fue uno de los legados del viejo: amor por el trabajo y constancia de hormiga), pero también es cierto que a veces, falta de casa de domingo a domingo cuando hay partidos entre semana. Su mujer, en verdad, no se queja jamás. Son una pareja unida, silenciosa. No sabrían definir si son felices, sencillamente porque viven en la felicidad de la unión humilde y comprensiva entre dos seres. Francisco, cuando ingresó al club, era hincha de River. Y luego, digamos a los dos o tres años de trabajar, se hizo hincha de Español. Se sabe que las cosas no han sido fáciles. Ni para el club ni para su gente. Allá por el 2003, cuando se declaró la quiebra de Español, se decidió clausurar todas las instalaciones. Había cordones policiales y él tuvo que entregar la llave de su segunda casa: la utilería. Pusieron una franja en la puerta con la temida palabrota: CLAUSURADO.

Entonces... y como un fantasma al que nadie vio o pretendieron no ver... Cuando los ojos de los policías apuntaban hacia la puerta... Cuando las sombras comenzaron a caer sobre el predio desierto... como una sombra sigilosa y algo temblequeante, Francisco, el mismo que se había criado en un vagón de carga, se metió en el predio, sacó cuidadosamente el odioso papel y con un duplicado de llave abrió la puerta. Y de ahí en más, todos los días, bajo el sol, la lluvia o lo que fuera, y junto a su fiel ayudante Héctor, cada uno con un changuito de supermercado, salían con toda la ropa y los botines listos adonde diera lugar. El equipo se podía entrenar en la calle, en el Parque Iberoamericano, o en el Círculo de la Policía... ahí estaban ellos, con sus changuitos, rebeldes y orgullosos. Adentro del estadio pastaban los caballos y ellos jugaban de locales en Chicago, Comunicaciones, Atlanta o en la cancha que pudiera alquilarse. Mario Rodríguez San Martín se hizo responsable de los cargos y de algunas deudas. Un grupo de viejos socios copó pacíficamente el club: no se entregaron nunca, y cuando llegó la hora del remate judicial, finalmente salvaron la cancha... el estadio, el estacionamiento... el restaurante... Una muralla gris los separa de sus antiguas pertenencias que ya no están: el quincho, las piletas, las canchas auxiliares... El Gobierno de la Ciudad se pudo haber llevado gran parte de esas 16 héctáreas, de la misma forma en que hoy hasta han tenido que cambiar el nombre, por Social Español. Pero, para las gentes que como Francisco pusieron alma, vida y lágrimas en esas instalaciones, sigue siendo el Deportivo Español... el querido Deportivo Español...

SIGUE LOS pasos del anterior utilero, Marcelo Dalton, que se fue a la Selección con Diego. De él, aprendió muchísimo. En sus códigos figura: 1) Ser muy discreto, jamás se repite nada de lo que se escucha; 2) Nunca un utilero pedirá el trabajo de otro; 3) Hay que saber las mañas de cada jugador y hacerlo sentir bien; 4) Conocer cada botín como si fuera propio y 5) Hacer los mejores mates del mundo. Recuerda, emocionado, aquel festejo del 2001/2002 cuando pasaron a la B Nacional. Estaba primero Ferro y segundo Español. En la primera final, con Español de local, ganaron 3-1 con goles de José Pelanda; en el partido de vuelta, en Ferro, perdieron 1-0, pero la diferencia alcanzaba para el festejo, el mejor de todos los que vivió en su vida. Y, porque encima, Pelanda fue y le regaló esa camiseta, que forma parte de una de las más de sesenta que tiene. Faltaba un ítem en la lista de códigos, y es que nunca-jamás-se-pide-una-camiseta. Y que nunca se vende una, al precio que le den, de la misma manera que confiesa que, por necesidad, alguna vez vendió otras, ajenas, como las Muñeco Gallardo o el Chicho Serna, pero jamás una del Español.

La vida es un viaje, dicen. En este caso, un día sonó el imaginario silbato de una locomotora, estalló un fantasmal chorro de vapor, y Francisco se bajó en la estación del Deportivo Español y juró que sí, esta vez, era para siempre.

Por Carlos Irusta / foto: Hernan Pepe