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Talibanes y fundamentalistas

Un repaso por 17 tortuosos años de blancos y negros, sin grises, por la Selección Nacional.

Por Martín Mazur ·

18 de julio de 2011
Las reacciones en caliente no suelen ser buenas consejeras. Sin embargo, ese ha sido el camino que viene tomando la AFA en los últimos 17 años.

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Todo empezó tras la eliminación en el Mundial 94, con el doping de Maradona y el tema de las gorritas y las exclusividades con los canales de televisión, al finalizar el primer y exitoso ciclo de Alfio Basile. Si tanta permisividad era mala, si ese desgobierno podía conspirar contra una campaña por un título, entonces lo que se necesitaba era mano dura. Sin atenuantes. Así fue como se dispararon las acciones de Daniel Passarella. Tolerancia cero. Rinoscopía y pelo corto para todos. Aritos en las joyerías, pero no en la cancha. Sumisión y genuflexión o negación y destierro. Cuatro años después, el duro Passarella terminó yéndose por autoritario, acusado de querer ser más importante que los jugadores, sospechado también por ciertos manejos poco claros en alguna de sus elecciones y marcado por ser el líder en una nueva ola de rebeldía. Esta vez, el desgobierno fue la anárquica reacción contra la prensa –y por consiguiente, contra el público que la consideró como una selección tan antipática como su conductor. El equipo vivió sus últimos días refugiado en un bunker rodeado de lona verde, al que sólo le faltaba un comando paramilitar, un campo minado y, quizás, un foso medieval lleno de pirañas.

La antítesis de todo esto era José Pekerman, el hombre bueno que paralelamente daba cátedra en las juveniles. No sólo ganaba, también los hacía jugar bien. Hablaba pausado, sonreía, no tenía revanchismos. Pekerman se había transformado en la némesis de Passarella, por consiguiente tenía que ser él quien tomara la Selección para sucederlo. Pero José sorprendió y dijo que no era su momento. No podía haber plan B. Así se llegó a la solución intermedia: Pekerman terminó como director de selecciones nacionales y eligió a Marcelo Bielsa. La relación entre ambos nunca estuvo del todo clara. Pekerman también terminó dirigiendo a la Selección Sub 20 campeona en 2001. Bielsa, mientras tanto, ganó las eliminatorias caminando, pero quedó de rodillas en la primera fase del Mundial. Bielsa instaló un sistema táctico en el que el esquema se precipitaba a los nombres: el 3-4-3 quedó por encima de Batistuta y Crespo, que debieron coexistir como adversarios hasta que esa interna táctica replicara fuertemente a nivel grupal.

El fracaso en Corea-Japón no fue suficiente para que Bielsa, que a esas alturas era un dead man walking, se fuera. La figura de Carlos Bianchi era demasiado fuerte como para que la AFA se arriesgara a un cambio. Si Bielsa era cerrado y plantaba el límite de su puerta como frontera a los dirigentes, Bianchi podía ser igual de obstinado pero, para colmo, decidirse a cruzar ese umbral e ir a derribar el status quo. Bianchi era más peligroso que Bielsa. Siguió Bielsa, hasta que en un buen momento, victoria en los Juegos Olímpicos y revitalizada Copa América mediante, se quedó sin energías.

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Se bajó entonces la idea de reflotar a todos los exiliados de la era Bielsa y cerrar el cuartito de los videos con siete candados. Y quién mejor que José Pekerman para guíar a todos aquellos que ya conocía de los tres mundiales juveniles ganados con su conducción. Riquelme y Saviola, símbolos de los borrados por Bielsa, se transformaron en las esperanzas del nuevo equipo, ya no tan vertiginoso, de más lentitud y manejo, plantado 20 metros más atrás. Así se le ganó a Brasil en casa, en la mejor exhibición posible de lo que significaba el retorno a las fuentes. Así, y peor también, se perdió contra Brasil en la Copa de las Confederaciones, poco tiempo después. En el siguiente año, se acrecentó la idea de que el problema del equipo estaba en el vestuario. En las concentraciones. Las internas nuevamente arrastraron al entrenador, que no supo o no quiso o no pudo aprovechar la explosión de Messi en el Barcelona. El niño salvador se quedó mirando el pasto mientras a la cancha, contra Alemania, entraba Julio Cruz. Ya había salido Riquelme, mirando a su técnico con la certeza de que nada iba a ser igual. La eliminación en los penales, papelito de Lehmann mediante, y las piñas luego de la victoria alemana marcaron el final de una era que había levantado las banderas del Fair Play.

Pekerman no podía manejar a tantas figuras, se dijo entonces. Una cosa son los pollitos al nacer y otra cuando los tenemos devenidos en gallos de riña. Sólo un hombre podía manejar un vestuario tan explosivo y amansar a las fieras con su vozarrón: Alfio Basile.

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El Coco al que habíamos echado en el 94 no sólo manejaba a Boca de taquito, sino que fue el único en los últimos 10 años que había logrado equipararle las preferencias populares a Bianchi, nombre siempre prohibido en la calle Viamonte. Pero si la Copa América de Venezuela produjo un equipo impecable, con la coexistencia pacífica de sus figuras y momentos de gran fútbol, la derrota contra Brasil en la final significó el virtual fin del Coco. En los primeros partidos donde las cosas no fueran bien, se le iba a endilgar el haber tomado mate con Coppola en la pileta del hotel Maruma, mientras Dunga –un técnico joven– miraba videos argentinos para ganarle. Por eso, cuando se complicó en las Eliminatorias, surgieron todas las versiones que apuntaban a su condición de geronte. En sólo dos años nos dimos cuenta de que Basile era muy viejo, de que los jugadores no lo entendían, de que tampoco respetaban sus códigos y de que se reían por detrás de sus formas tangueras… Lo que faltaba era un revulsivo en el vestuario, tal como –sugestivamente- había sugerido Maradona en una nota con El Gráfico, donde entre otras cosas decía que si a Ruggeri lo veía por la calle, lo ignoraba por traidor.

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¿Traición se dijo? Nadie sabe a ciencia cierta qué pasó en aquel partido contra Chile, antes y después de aquel paseo por Santiago. Basile se llevará su secreto a la tumba. No así sus ayudantes, caso contrario revisar las declaraciones del Ruso Ribolzi. Así, Maradona llegó a la Selección. A revitalizar un equipo que parecía no tener alma. Basado en la mística y la motivación, para moverles el piso a jugadores con cuentas bancarias de siete ceros. Ahí, también, aprovecharon la coyuntura del derrumbe para construir a la desesperada y sin planos. Aún no se había producido la toma del Parque Indoamericano, pero en Ezeiza estaban todos marcando con piolines sus parcelas con aquella misma rapidez. La nueva Selección nació entre intrigas y conspiraciones, tuvo por un par de días a Bilardo-Maradona, luego tuvo a Maradona-Batista-Brown, luego tuvo a Maradona-Mancuso. Nunca pudo tener a Maradona-Ruggeri, el mismo que Diego había liquidado hacía apenas un año. También ingresaron al juego el Negro Enrique y Olarticoechea. Y Humbertito Grondona. Y más intrigas. Y más sospechas. Y más aclaraciones. Y más internas.

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Su ciclo fue conflictivo del primer al último día, con la renuncia de Riquelme –quien omitió volver a pronunciar su nombre o apellido-, con la diferenciación entre los de acá y los de allá, con la salida del Monumental, con las frases categóricas de efecto boomerang, con el ninguneo a Batista y Brown. Fue un proceso a lo Maradona. Con un equipo encerrado, como Passarella. Con un descrédito interno ante ciertas decisiones, como antes le había pasado a Basile y Pekerman. Con la sensación de no estar permeable a ver otra realidad, como Bielsa. Con severas miradas sobre su selección local. Con su manager del showbol devenido en ayudante de campo. Y su enfrentamiento latente con Bilardo y Grondona.

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Todo explotó al volver de Sudáfrica, cachetazo post Alemania. Y tras ver que el DT tenía fuerzas para seguir, Grondona le jugó la carta de los ayudantes más idóneos, barriendo toda la estructura maradoniana como una ola que arrastra un castillo de arena. Traición, mentiras y Selección. Se inventó la Comisión para desviar un poco la atención y ganar tiempo. Mientras tanto llegó la antítesis de Diego, Sergio Batista, embanderado con el bajo perfil, la buena relación con la generación Beijing y su distancia a las polémicas medida en años luz. Era el pacificador que permitió, entre otras cosas, que parte de la estructura al borde de desmoronarse se mantuviera. Y que de a poco comenzó a jugar su partido, con la expectativa de que le sacaran el cartelito de interino y en desacuerdo con quienes decían que para llegar a la Selección, había que tener méritos a nivel de club. Siguió, entonces, la desmembrada Generación 86 (más Humbertito), Batista head coach sin haber presentado ninguna carpeta, boceto o idea más que no haber chocado la Ferrari.

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La muerte de los carrileros, emblema quizás de la era Maradona, fue una de las movidas de Batista. También se lo acusó de haber borrado a Tevez por haber sostenido a Maradona en la primera presentación post Mundial, ante Irlanda. Según Diego, hasta el propio Agüero, y Pastore (?) están sufriendo por culpa de estar alineados a él. Pero ahora, cuando parece que lo de Batista no funciona, que no sabe armar equipos, que no es simpático o que es casetero, que no es tan amigo de los jugadores como se pensaba, se vuelve a exigir el derrumbe de todo lo que tenga que ver con él, con su idea, con sus declaraciones, sin contar si hay algo bueno o algo malo. También parece que todo el foco recae sobre un hombre que llegó desde un lugar débil, y que sin resultados que lo sostengan, más débil aún será. Códigos las pelotas, como plantó Elías Perugino en su imperdible Disparador de Noviembre de 2010. Ruggeri, a quien Niembro no lograba amansar en su defensa corporativa de los jugadores en aquel Equipo de Primera, hoy se convierte en el paradigma de los misiles envidiosos y teledirigidos, convertido en wing de fantasía en el humorístico programa de Fantino. Mientras tanto, nace la Maradostalgia: al final Otamendi de 4 no era tan malo; Cambiasso y Zanetti entonces no se merecían ir al Mundial; hasta faltan más jugadores como Garcé.

Mientras todo huele a pólvora, lo único que se ven son lucecitas en el cielo. Es todo verso multicolor.
Pocos miran la estructura. Lo que importa, hoy, es pegarle a Batista, como ante Colombia importaba pegarle a Messi. Se habla de jugadores que no tienen ganas de venir. Y volvemos a tratar de construir algo con un hacha en la mano, porque sólo acá la sangre es más efectiva que el cemento. Los que no estuvieron serán los mejores, hasta que estén y sean los peores.

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Ya se habla de condicionamientos al entrenador, de imposiciones aprovechando su desventura, con alto grado de responsabilidad, por esta Copa América. No hay intención concreta de repensar nada.

Por como está el panorama, la solución evidentemente sea no tocar ninguna estructura vigente. Cambiar para que nada cambie. En todo caso, para pensar en Brasil 2014 ahora podremos traer a Ricardo Caruso Lombardi, que en la nota más vista del sitio de El Gráfico, dijo que a Messi lo pondría en el banco. Le gustan los defensores altos, no tiene un discurso filosófico y además de caracterizarse por armar equipos, es locuaz, no dice tanto "seguramente" y cae simpático en el público. Por ser el contrario de Batista, entonces debería venir él, ¿no?

También se podría intentar aprender de los errores del pasado. Pero eso es muy difícil y lleva mucho trabajo. Mucho más que una llamada telefónica para cambiar todo sin que nada cambie.


Twitter: @martinmazur