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"A veces no me alcanzaban los viáticos, y tenía que hacer dedo"

Triunfar en el fútbol grande no le resultó sencillo. Antes del título con Argentinos y del gustazo de jugar en la Selección, Juan Mercier atravesó mil penurias en el ascenso y se ganó la vida como pintor, jardinero y albañil. Transformado en uno de los mejores volantes del torneo local, apuesta a dar el gran salto.

Por Redacción EG ·

15 de diciembre de 2010
Nota publicada en la edición noviembre 2010 de la revista El Gráfico

Imagen LA MARCA es su sello distintivo. Aquí, neutralizando al Burrito Ortega.
LA MARCA es su sello distintivo. Aquí, neutralizando al Burrito Ortega.
SON DIAS en que Juan Ignacio Mercier es campeón vigente del fútbol argentino, conduce un cero kilómetro azul eléctrico y habla de celulares últimos modelo como si fuera un gerente de Silicon Valley. Pero estos espasmos de gloria, aunque hoy simulen ser inmortales, son apenas la última hojarasca en la biografía personal de uno de los jugadores más arrabaleros de Primera División, un tipo que se forjó en el fango del Ascenso y cuya historia habría que leerla con la melodía de Carrozas de Fuego de fondo.

La camiseta número 5 de Argentinos Juniors, o sea el ingreso a una dinastía imperial encabezada por Sergio Batista y Fernando Redondo, fue la reivindicación con la que el fútbol compensó una carrera con tantos infortunios que habría desanimado hasta a un personaje de la mitología griega. El Mercier deportista la tuvo que parir desde que tenía 12 años y era delantero en la clase mosquito del baby fútbol de Villa Dálmine, el club más popular de su ciudad, Campana, pero en el que, todavía se lamenta, lo maltrataron.

Juan Ignacio, al que aún no llamaban Pichi sino Pololo, en honor a su padre operario de una fábrica de plásticos, consiguió una prueba en Deportivo Español, equipo que por entonces jugaba en Primera División. Transcurría 1998 y Mercier, que ya tenía 18 años, se levantaba a las 5, tomaba el tren a las 6, llegaba a Retiro a las 8, y se subía a un colectivo hasta el Bajo Flores para entrar a las corridas en el vestuario a las 9. Le seguían tres horas de entrenamiento, hasta las 12, y cinco de regreso: recién a las 17 reabría la puerta de su casa en Campana. Así estuvo durante un año, y sin siquiera tener la oportunidad de descargar tensiones durante los partidos de la división a la que pertenecía, la Reserva. Villa Dálmine recién le dio el pase libre cuando Pololo, el padre, pagó 15 mil pesos, pero ya era tarde para seguir insistiendo en Español, club en el que finalmente jamás debutaría. Aquella experiencia, de todas maneras, signaría su futuro: el día de la prueba, cuando el ex defensor Leandro Pérez le preguntó de qué jugaba, Mercier respondió: “Volante central”. El hombre ya había encontrado su lugar en el mundo.

Pero Mercier aún no lo sabía, y durante un tiempo creyó que el fútbol consistía en un trabajo con clave de cofradía para muchachos con más fortuna. Se resignó y abandonó su carrera, aunque en realidad siguió jugando de incógnito, con otro apellido, uno que ahora ni siquiera recuerda, en la Tercera de Puerto Nuevo, un club paria de Campana, perpetuo de la Primera D y sin el aura local de Dálmine, pero donde le dieron el cariño que necesitaba. Ahí sí que no era campeón del fútbol argentino ni quemaba caucho con un cero kilómetro ni cambiaba de celular como de pantalones, sino que subsistía de las changas que le salieran. Un día trabajaba como pintor, otro cortaba el pasto de un vecino y otro simulaba ser albañil. Lo más divertido era como jardinero: “Íbamos con un amigo, Emiliano Zapata, con la cortadora enganchada en la parte de atrás de la bicicleta. Les tocábamos timbre a las señoras del barrio y les preguntábamos si podíamos arreglarle el jardín. Cobrábamos 20 pesos y los dividíamos, 10 para cada uno”. Más improvisado era con la brocha gorda en la mano: “Pero me las arreglaba bien para tapar las manchas de hongos en las casas”. Y  lo más sacrificado era convertirse en obrero de la construcción: “Tenía que cargar las bolsas de cemento, de 50 kilos, arriba de mi espalda: eso sí que no lo recomiendo a nadie”.

Cuando ya tenía 20 años, en 2000, un empresario del que prefiere no recordar su nombre le consiguió una prueba en Flandria, un club de la B, posicionado dos categorías arriba de Puerto Nuevo, de donde le pedían por favor que firmara. Pero en Jáuregui le prometieron algunos pesos, 330 por mes, y Mercier, al fin, debutó en Primera. La edad ya era una bomba de tiempo: en ese momento, o nunca. Y la casualidad le guiñó un ojo: su primera vez fue en reemplazo de Fabián Menseguez en el minuto 87 de un partido justo contra Español, en el Bajo Flores. “¿Y vos qué haces acá? ¿No habías dejado de jugar?”, le preguntaron a Mercier en el vestuario. Desde entonces, su aventura diaria fue recorrer los 47 kilómetros entre Campana y Jáuregui, un poco más allá de Luján, para llegar en horario a las prácticas. “A veces no me alcanzaban los viáticos, y tenía que hacer dedo”, se ríe.

Omar Santorelli, el Loco, fue el primero de los técnicos que se enamoró de Mercier y, cuando fue contratado por Deportivo Morón en 2002, puso una condición: “Voy con el Pichi”. Porque entonces sí Juan Ignacio ya había dejado de ser Pololo: “En Flandria, un compañero, el Pollo Vidal, se enteró de que yo era de Campana y me empezó a decir Pichi, por el basquetbolista”. Morón es un gigante de la B, pero sus dirigentes tardaban en pagar lo que le habían prometido (700 pesos por mes durante el primer año, y 1.000 durante el segundo) y Mercier pasó hambre: “Volvía a casa y no tenía para comer, era muy feo”. Si en Español había encontrado su posición, en Morón descubrió su look: “Sergio Kaezuk, un amigazo del fútbol, se rapó, y yo lo seguí. Mirá que tengo pelo, eh. Soy como la Brujita Verón, pelado porque quiero, je”. Su tercer club en la B, ya en 2004, fue Tristán Suárez: menos cartel futbolístico, pero más contención y, sobre todo, más dinero: “Pagaban del 1 al 5, y ahí conocí las cuatro comidas por día. Hasta entonces me alimentaba mucho con facturas, té, galletitas, mate y dulce de leche. Llegué a Tristán sin saber mucho del club, pero hoy estoy muy orgulloso de haber jugado ahí”.

Pudo haberse ido a Tigre: Ricardo Caruso Lombardi, ese cazador de talentos subterráneos, ya lo había descubierto en un Morón-All Boys perdido en el tiempo, pero al final lo compró Platense, y también por pedido de un ex técnico suyo que había quedado embelesado por la fiereza con la que Mercier se movía por el círculo central. “Me llevó el Tano Vicente Stagliano, que me había tenido en mi segundo año en Morón. En Platense no me conocía nadie: venía de haber estado seis meses en el banco de Tristán, pero la luché y me fue bien”, recuerda.

Imagen LA COSTANERA como escenografía. Luego del título con Argentinos, Mercier se plantea emigrar para crecer.
LA COSTANERA como escenografía. Luego del título con Argentinos, Mercier se plantea emigrar para crecer.
En su cuarto club de la B dio su primera vuelta olímpica: Platense salió campeón de la temporada 2005/2006 y Mercier dio el salto a la B Nacional, o sea la antesala de la Primera División, desde donde Argentinos Juniors, justo Argentinos Juniors, fue a su caza. “Caruso ya me tenía ganas desde la otra vez, cuando estaba en Tigre”, cuenta. ¿Cómo explicar en Platense, donde tanto lo querían, que su carrera seguiría en el rival por antonomasia? “Me junté con algunos dirigentes e hinchas y les expliqué. Lo entendieron muy bien. ‘Vos acá rendiste, así que está todo bien con vos’, me dijeron, y quedó todo bárbaro”, se enorgullece. Incluso, cuando ya había debutado en Argentinos, siguió yendo a ver a Platense a Vicente López: “Estaba mi amigo, el Negro (Héctor) Banegas”.

Atrás quedaron 57 partidos en Flandria, 76 en Morón, 38 en Tristán Suárez y 73 en Platense. Debutó en Primera División el 4 de agosto de 2007, contra San Martín de San Juan, pero anduvo mal, se pareció más a un holograma que al futbolista de músculos tensos que después llegaría a la Selección, y Caruso Lombardi lo bajó durante tres partidos a la Reserva para que se fogueara. Ayer le dolió, hoy lo entiende: “Es muy distinto jugar en Primera que en el Ascenso. Yo estaba acostumbrado a canchas en mal estado, donde primero tenías que parar la pelota, después dominarla y recién entonces pasarla, todo en tres ritmos, y llegué a una categoría en donde se jugaba a un toque”. Con la crueldad prototípica de nuestras tribunas, algunos hinchas de Argentinos le pasaron factura por su pasado en la vereda de enfrente: “Iba a sacar un lateral y me puteaban, ‘Poné huevo, fracasado, que venís de Platense’, pero yo ya estaba curtido y venía de vivirlas todas en el Ascenso, desde bañarme con agua fría hasta entrenarme con bolsas de consorcio para protegerme de la lluvia, así que esos insultos no me iban a asustar”. También los vestuarios eran distintos, con futbolistas que juguetean a reciclarse en modelos: “Hay mucha vinchita, gelcito y cremita en Primera División”.

Después de Caruso Lombardi, en Argentinos llegó el tiempo de Néstor Gorosito, uno de los técnicos que, dice ahora Mercier, más y mejor hicieron por su carrera: “El y su ayudante, Cacho Borelli, me ubicaron en lo táctico”. A Pipo, además, le corresponde el copyright de haber patentado la dupla Mercier-Néstor Ortigoza, una sociedad que raspa y juega en la cancha, y que también tiene compatibilidad fuera. “Somos compadres y va a ser el padrino de mi hijo. Voy a comer a la casa de él, él viene a la mía, nuestras familias se llevan bien. Néstor también tiene una historia fuerte: vendía cuadernos arriba del tren”, dice.

Gorosito lo quiso llevar a un River que todavía no contaba con el regreso de Matías Almeyda, pero no hubo acuerdo y siguió en Argentinos. Claudio Vivas pasó pronto, sin poder aplicar su método cuasi científico, y le dejó su lugar a Claudio Borghi, un díscolo, a quien Mercier sólo conocía por un video de aquellas rabonas ochentosas. Desde entonces, todo se aceleró en la vida del Pichi: salió campeón de Primera, se convirtió en el único jugador de la historia en haber dado una vuelta olímpica con Platense y otra con Argentinos, hizo un poco de cabeza y un poco de hombro el gol del campeonato en la cancha de Huracán, se trepó al alambrado para festejarlo con la hinchada y con su mujer embarazada, debutó en la Selección; jugó tres partidos –contra Costa Rica, Jamaica y Haití– con la albiceleste, Diego Maradona lo preseleccionó para el Mundial de Sudáfrica, y Boca, como River antes, lo cortejó dos veces.

“El año pasado estaba triste por la muerte de un amigo, Fabián Gómez, el Pitu, un chico que conocí en Puerto Nuevo, y de repente me llegó todo junto, y ya al borde de cumplir 30 años. Hasta estoy esperando un bebé, Bautista, el tercero mío, y el primero con Romina, mi mujer. ¿Qué más puedo pedir?”, se despide Mercier, y es como si dejara de sonar Carrozas de Fuego.

Por Andrés Burgo / Fotos: Emiliano Lasalvia