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Los misterios de Pretoria

Un concierto de bocinas, venderores a granel y regalos desde el cielo: los enviados de El Gráfico recorrieron el microcentro de la ciudad donde se concentra la Selección y se encontraron con varias particularidades.

Por Elías Perugino ·

04 de junio de 2010
PRETORIA, Sudáfrica (Enviado especial).- Tres horas libres son un buen motivo para ir hasta el centro de esta ciudad, distante a 3 kilómetros de Hatfield, el barrio donde duermen la Selección y los cronistas de El Gráfico, algo así como San Isidro, pero con una sustancial diferencia: todas las residencias están protegidas por paredones y tres filas de alambre electrificado, tal como lo advierten los cartelitos de “electric fence” (cerca eléctrica).
 
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El pulso de Pretoria lo marca la Church Street, una avenida a cuyos márgenes se agolpan los principales comercios y un par de shoppings. Es una calle medianamente ancha, de doble mano, que en un punto se hace peatonal para desembocar en la Church Square, la plaza donde se levantan edificios tradicionales como el Palacio de Justicia y otras dependencias oficiales con una arquitectura de rasgos holandeses. El centro de la plaza es dominado por el imponente monumento a Paul Kruger, hombre de galera, bastón y nariz prominente, en clara actitud dominante. Se nota que a fines del siglo XIX este señor ejercía un liderazgo determinante en la lucha contra la liberación del país. Del Bosco, lejos de conmoverse con la escultura que exalta a quien fuera Comandante General de la República de Sudáfrica, ensaya una observación más popular, menos pedagógica, aunque también sabia : “No hay vuelta que darle, las palomas son iguales en todo el mundo”. Al principio, Mazur y yo nos miramos asombrados, sin entender para qué lado apuntaba el comentario colombófilo, hasta que fue el propio fotógrafo quien explicó su razonamiento: “¿No ven? El tipo habrá sido un prócer, pero las palomas se le subieron a la cabeza y no paran de cagarlo. Las palomas son así en todo el mundo: siempre se cagan en los monumentos”.  Irrefutable.
 
Es mediodía y alrededor del monumento los empleados de los bancos y organismos oficiales –mayoría en la zona- arman un pic-nic parecido al que se observa a esa misma hora en la Plaza de Mayo. Tuppers en mano, degustan alguna comida ligera echados sobre el césped, mientras cientos de turistas caminan por los senderos de piedra donde también se estacionan fotógrafos para nada improvisados: además de la cámara, tienen una impresora color conectada a una batería y ofrecen una foto con marco y todo.
 
Desde la peatonal llega un concierto de bocinazos. Llama la atención, porque para llegar a la primera calle habilitada para los autos hay que recorrer casi quinientos metros. A medida que avanzamos, los bocinazos son más intensos y se escuchan a repetición, separados por milésimas de segundos. Por momentos, parece un coro de aves desesperadas. ¿Cuál será el misterio?
 
Sólo se puede caminar por el centro de la peatonal. En los costados hay una doble fila de puestos de venta ambulante, al estilo Once o La Salada. Una estructura metálica y un toldo algo endeble son el “local”. Simpáticos y sonrientes, los vendedores exhiben lo suyo: gorros, mochilas, billeteras, banderas sudafricanas, bijouteri, pañuelos, llaveros, fundas para celulares y hasta escobas. También frutas y verduras: choclos y repollos inmensos, manzanas, naranjas en bolsas de red y pepinos envueltos en nylon. Ofrecen la mercadería sin cargosear y les encanta posar para las fotos, acaso para lucir con orgullo algunos dientes de oro.
 
Los que huyen del fotógrafo son otros vendedores. Están parados en las esquinas con un catálogo de peinados –trenzas y otras fantasías- y ofrecen trasladarse a un local cercano para trabajarlos. Para qué negarlo: suena sospechoso. Del Bosco les pide una foto y salen aterrados, como si escondieran algo. ¿O será qué disparan porque las “chapas” de Del Bosco se han volado hace rato?
 
Los bocinazos no paran, se oyen cada vez más fuerte, se acerca la avenida. Los jóvenes que cruzamos tienen admiración por el fútbol y el rugby. Les encanta pasearse con camisetas del Manchester o de los Blues, el equipo de rugby local. Los empleados administrativos prefieren el saco de cuero al traje. Y no hay mujer que no luzca una prenda de color vivo, llamativo. Tan llamativo como el modo en que las madres llevan a sus bebés: los envuelven a su propio cuerpo con una especie de toallón y los chicos quedan adheridos a sus espaldas, como si fueran una mochila. Otro detalle que rompe los ojos: todos los transeúntes del centro de Pretoria son de raza negra. Los blancos, más allá de las diferencias que fueron derribadas, parece que no pintar por la zona, prefieren moverse por la placidez de Hatfield.
 
Al llegar a la avenida transversal se devela el misterio. La ametralladora de bocinazos proviene de un enjambre de combis. Como los colectivos son escasos y los taxis casi no existen, las combis son el medio de transporte más común. Por lo general, se mueven con un chofer y un ayudante, que va arriando a los pasajeros, indica el destino y cobra la tarifa. Por supuesto, no hay un registro oficial ni requisitos básicos: las combis pueden ser inmensas como un yate o tan chicas como una nuez. Y los bocinazos son el llamador para los pasajeros. Suenan y suenan, aunque estén llenas. Suenan y suenan, hasta hacer explotar la cabeza. “Mejor volvamos a Hatfield –sugiere Del Bosco-, que allá viene una bandada de palomas…”